http://es.wikisource.org/wiki/Las_mil_y_una_noches:0859
HISTORIA DEL MACHO CABRIO Y DE LA HIJA DEL REY
Se cuenta, entre lo que se cuenta, que en una ciudad de la India había un sultán a quien Alah, que es grande y generoso, había hecho padre de tres princesas como lunas, perfectas en todos sentidos y deliciosas para la mirada del espectador. Y su padre el sultán, que las amaba en extremo, quiso, en cuanto fueron púberes, buscarles esposos que fuesen capaces de estimarlas en su valor y de hacer su dicha. Y a tal fin llamó a su esposa la reina, y le dijo: "He aquí que nuestras tres hijas, las bienamadas de su padre, han llegado a la nubilidad, y cuando el árbol está en su primavera, conviene, para que no se pierda, que tenga flores anunciadoras de hermosos frutos. Por eso es preciso que busquemos a nuestras hijas esposos que las hagan dichosas". Y dijo la reina. "La idea es excelente".
Y tras de haber deliberado entre sí acerca de los medios mejores de conseguir su objeto, resolvieron hacer anunciar por los pregoneros públicos, en toda la extensión del reino, que las tres princesas estaban en edad de casarse, y que todos los hijos de emires y de grandes señores, amén de los simples particulares y de los hombres del pueblo, debían presentarse bajo las ventanas del palacio en un día fijo. Porque la reina había dicho a su esposo: "La dicha en el matrimonio no depende ni de la riqueza ni del nacimiento, sino sólo del designio del Todopoderoso. Lo mejor es, pues, dejar que el Destino elija por sí mismo a los esposos de nuestras hijas.
Y cuando llegue el día de elegirlos, no tendrán ellas más que tirar su pañuelo por la ventana sobre la muchedumbre de pretendientes. Y aquellos sobre quienes caigan los tres pañuelos serán los esposos de nuestras tres hijas". Y el sultán hubo de responder: "La idea es excelente". Y así se hizo.
De modo que cuando llegó el día fijado por los pregoneros públicos, y se llenó con la muchedumbre de pretendientes el meidán que se extendía al pie del palacio, abrióse la ventana, y la hija mayor del rey apareció, como la luna, la primera con su pañuelo en la mano. Y tiró el pañuelo al aire. Y se lo llevó el viento y lo hizo caer sobre la cabeza de un joven emir, brillante y hermoso.
Luego apareció, como la luna, en la ventana la segunda hija del rey, y tiró su pañuelo, que fué a caer sobre la cabeza de un joven príncipe tan hermoso y tan encantador como el primero.
Y la tercera hija del sultán arrojó su pañuelo a la muchedumbre. Y el pañuelo se agitó un instante, se inmovilizó un instante, y cayó para ir a engancharse en los cuernos de un macho cabrío que se hallaba entre los pretendientes. Pero el sultán, aunque había prometido solemnemente su hija a cualquier espectador sobre quien cayera el pañuelo, tuvo por nula la experiencia, y la hizo repetir. Y la joven princesa arrojó de nuevo al aire su pañuelo, que, tras de vacilar entre dos aires, por encima del meidán, cayó con rapidez y en línea recta sobre los cuernos del mismo macho cabrío. Y el sultán, en el límite de la contrariedad dió por nula esta segunda elección de la suerte, e hizo repetir la prueba a su hija. Y por tercera vez el pañuelo voltejeó algún tiempo en el aire, y fué a posarse precisamente en la cabeza cornuda del macho cabrío...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGÓ LA 884ª NOCHE
Ella dijo:
...Y por tercera vez el pañuelo voltejeó algún tiempo en el aire, y fué a posarse precisamente en la cabeza cornuda del macho cabrío. Al ver aquello, el despecho del sultán, padre de la joven, llegó a sus límites extremos, y exclamó él: "¡No, por Alah, prefiero verla envejecer virgen en mi palacio a verla convertida en esposa de un macho cabrío inmundo!" Pero, a estas palabras de su padre, la joven se echó a llorar; y corrían por sus mejillas numerosas lágrimas y acabó por decir entre dos sollozos: "Ya que ése es mi Destino, ¡oh padre! ¿Por qué quieres impedir que se cumpla? ¿Por qué interponerte entre mi suerte y yo? ¿No sabes que cada criatura lleva atado al cuello su Destino? Y si el mío va atado a ese macho cabrío, ¿por qué impedirme que sea su esposa?" Y por otra parte, sus dos hermanas, que en secreto tenían mucha envidia de ella porque era la más joven y la más bonita, unieron sus protestas a las suyas, pues la realización de aquel matrimonio con el macho cabrío las vengaba hasta más allá de sus deseos. Y tanto y tanto porfiaron entre las tres, que su padre el sultán acabó por dar su consentimiento para un matrimonio tan extraño y tan extraordinario.
Y al punto se dió orden para que se celebrasen las bodas de las tres princesas con toda la pompa deseable y con arreglo al ceremonial de rigor. Y toda la ciudad estuvo iluminada y empavesada durante cuarenta días y cuarenta noches, en el transcurso de los cuales se dieron grandes festejos y magníficos festines, con danzas, cantos y conciertos de instrumentos. Y no cesó de reinar la alegría en todos los corazones, y hubiera sido completa si cada uno de los invitados no estuviesen un poco preocupados por los resultados de semejante unión entre una princesa virgen y un macho cabrío cuya apariencia era la de un macho cabrío terrible entre todos los machos cabríos. Y durante aquellos días preparatorios de la noche nupcial, el sultán y su esposa, así como las mujeres de los visires y de los dignatarios fatigaron su lengua en querer disuadir, a la joven de la consumación de su matrimonio con aquel animal de olor repugnante, de ojos encendidos y de herramienta espantosa. Pero ella contestaba siempre a todos y a todas con estas palabras: "Cada cual lleva colgado al cuello su Destino y si el mío es ser esposa del macho cabrío, nadie podrá oponerse a ello".
Y he aquí que, cuando llegó la noche de la consumación, se condujo a la princesa, con sus hermanas, al hammam. Tras de lo cual las arreglaron, adornaron y peinaron. Y cada cual fué conducida a la cámara nupcial que le tenía escrito el Destino. ¡Y sucedió lo que sucedió, en cuanto a las dos hermanas mayores!
¡Pero he aquí lo que le aconteció a la princesita con su marido el macho cabrío! No bien el macho cabrío fué introducido en el cuarto de la joven y se cerró la puerta tras ellos, el macho cabrío besó la tierra entre las manos de su esposa, y dando una sacudida repentina, arrojó su piel de macho cabrío y se tornó en un joven tan hermoso como el ángel Harut. Y se acercó a la joven, y la besó entre ambos ojos, luego en el mentón, luego en el cuello, luego en todas partes, y le dijo: "¡Oh vida de las almas! no intentes saber quién soy. Bástate saber que soy más poderoso y más rico que tu padre el sultán y que todos los hijos del tío que tienen por esposos tus hermanas. Mucho tiempo hace que en mi corazón se albergaba tu amor, y hasta ahora no pude llegar hasta ti. ¡Y si me encuentras de tu gusto y quieres conservarme, no tienes más que hacerme una promesa!" Y la princesa, que encontraba al hermoso joven muy de su conveniencia y absolutamente de su gusto, contestó: "¿Y cuál es la promesa que tengo que hacerte?.
¡Dila, y me someteré a ella, aunque sea muy difícil de cumplir, por el amor de tus ojos!" El dijo: "La cosa es sencilla, ¡ya setti! Únicamente pido que me prometas no revelar a nadie nunca el poder que poseo de transformarme a mi antojo. Porque si alguien un día sospechase solamente que soy macho cabrío a la vez que ser humano, yo desaparecería al instante, y te sería difícil encontrar mis huellas". Y la joven le prometió la cosa con todo género de seguridades, y añadió: "¡Prefiero morir a perder un esposo tan hermoso como tú!"
Entonces, sin tener ya motivos fundados para desconfiar uno de otro, se dejaron llevar de su inclinación natural. Y se amaron con un amor grande, y se pasaron aquella noche, noche de bendición, labios sobre labios y piernas sobre piernas, entre delicias puras y trueques encantadores. Y no cesaron en sus escarceos y empresas hasta que nació la mañana. Y el joven abandonó entonces las blancuras de la joven, y recobró su forma prístina de macho cabrío barbudo, con cuernos, pezuñas hendidas, mercancías enormes y todo lo consiguiente. Y de cuanto había tenido lugar no quedó nada, a no ser algunas manchas de sangre en la toalla de honor.
Y he aquí que, cuando la madre de la princesa entró por la mañana, como es costumbre, a saber noticias de su hija y a examinar con sus propios ojos la toalla de honor, llegó al límite del asombro al observar que el honor de la joven estaba de manifiesto en la toalla, y que la cosa era indudable. Y vió que su hija estaba lozana y contenta, y que a sus pies, en la alfombra, estaba sentado el macho cabrío rumiando discretamente. Y al ver aquello, corrió en busca de su esposo el sultán, padre de la princesa, que vió lo que vió, y no quedó menos estupefacto que su esposa. Dijo a su hija: "¡Oh hija mía! ¿es verdad eso?" Ella contestó: "¡Es verdad, padre mío!" El preguntó: "¿Y no te has muerto de vergüenza y de dolor?" Ella contestó: "¡Por Alah! ¿para qué iba a morirme, siendo mi esposo tan diligente y tan encantador?" Y la madre de la princesa preguntó: "¿Por lo visto no tienes motivo de queja?" Ella dijo: "¡Ni por asomo!" Entonces dijo el sultán: "Si no tiene motivo de queja de su esposo, es porque es feliz con él. ¿Y qué más podemos desear para nuestra hija?" Y la dejaron vivir en paz con su esposo el macho cabrío.
Al cabo de cierto tiempo, con motivo de su cumpleaños, organizó el rey un gran torneo en la plaza del meidán, debajo de las ventanas de palacio. E invitó para aquel torneo a todos los dignatarios de su palacio, así como a los dos esposos de sus hijas. En cuanto al macho cabrío, no le invitó por no exponerse a la burla de los espectadores.
Y comenzó el torneo.
Y sobre sus corceles devoradores del aire, los caballeros justaron con grandes gritos, lanzando sus djerids. Y entre todos se distinguieron los dos esposos de las princesas. Y ya les aclamaba con entusiasmo la muchedumbre de espectadores, cuando entró en el meidán un soberbio caballero que sólo con su aspecto hacía fruncir la frente de los guerreros. Y provocó a justa, uno tras de otro, a los emires vencedores, y al primer disparo de su djerid los desmontó. Y fué aclamado por la muchedumbre como héroe de la jornada.
Así es que cuando el joven jinete pasó bajo las ventanas de palacio saludando al rey con su djerid, como es costumbre, las dos princesas lanzáronle miradas cargadas de odio. Pero la más joven, aunque reconoció en él a su propio esposo, no dejó traslucir nada en su rostro para no traicionar su secreto; pero se quitó una rosa de sus cabellos y se la arrojó. Y el rey, la reina y sus hermanas lo vieron, y se disgustaron mucho.
Y al segundo día hubo de celebrarse en el meidán otra justa. Y de nuevo fué héroe de la jornada el hermoso joven desconocido. Y cuando pasaba por debajo de las ventanas de palacio, la más joven de las princesas le arrojó ostensiblemente un jazmín que se había quitado de los cabellos. Y el rey y la reina y las dos hermanas, lo vieron y se molestaron en extremo. Y el rey dijo para sí: "¡Ahora resulta que esta hija desvergonzada declara públicamente sus sentimientos a un extraño, no contenta con habernos hecho ver negro el mundo desde que se casó con el macho cabrío de perdición!" Y la reina le lanzó miradas atravesadas. Y sus dos hermanas se sacudieron las vestiduras con horror, mirándola.
Y al tercer día, cuando el vencedor de la última justa, que era el mismo hermoso caballero, pasó bajo las ventanas de palacio, la joven princesa, esposa del macho cabrío, se quitó de los cabellos, para arrojársela, una flor de tamarindo. Porque no había podido contenerse al ver tan espléndido a su esposo.
Cuando observaron aquello, la cólera del sultán y la indignación de la sultana y el furor de las dos hermanas estallaron con violencia. Y al sultán se le pusieron encarnados los ojos, y le temblaron las orejas, y se le estremecieron las narices. Y cogió por los cabellos a su hija y quiso matarla y hacer desaparecer sus huellas. Y le gritó: "¡Ah, maldita desvergonzada! no contenta con hacer entrar en mi linaje a un macho cabrío, he aquí ahora que provocas públicamente a los extraños y atraes sobre ti sus deseos. ¡Muere, pues, y líbranos de tu ignominia!" Y se dispuso a aplastarle la cabeza contra las baldosas de mármol. Y la pobre, princesa, llena de espanto al ver la muerte ante sus ojos, no pudo por menos -que tan preciada y cara es la propia alma- de exclamar: "¡Voy a decir la verdad! ¡Perdonadme, que voy a decir la verdad!" Y sin tomar aliento, contó a su padre, a su madre y a sus hermanas lo que le había sucedido con el macho cabrío, y quién era el macho cabrío, y cómo el macho cabrío era macho cabrío a la vez que ser humano. Y les dijo que era su propio esposo el hermoso caballero vencedor en las justas.
¡Eso fué todo!
Y el sultán y la esposa del sultán, y las dos hijas del sultán, hermanas de la princesita, se mostraron prodigiosamente asombrados y se maravillaron del Destino de la joven. ¡Y he aquí lo referente a ellos!
Pero, volviendo al macho cabrío, el caso es que desapareció. Y ya no hubo ni macho cabrío, ni joven hermoso, ni olor de macho cabrío, ni vestigio de joven. Y la princesita, tras de esperar en vano varios días y varias noches, comprendió que no volvería él a aparecer; y quedó triste, doliente, sollozante y sin esperanza...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGÓ LA 885ª NOCHE
Ella dijo:
... Pero, volviendo al macho cabrío, el caso es que desapareció. Y ya no hubo ni macho cabrío, ni joven hermoso, ni olor de macho cabrío, ni vestigio de joven. Y la princesa, tras de esperar en vano varios días y varias noches, comprendió que no volvería él a aparecer; y quedó triste, doliente, sollozante y sin esperanza.
Y vivió de tal suerte durante algún tiempo, entre lágrimas continuas y presa de la consunción, rehusando todo consuelo y toda distracción. Y contestaba a cuantos trataban de hacerle olvidar su desdicha: "Es inútil; soy la más infortunada entre las criaturas, y moriré de pena indudablemente".
Pero, antes de morir, quiso saber por sí misma si en toda la extensión de la tierra de Alah existía una mujer tan abandonada de la suerte y tan desgraciada como ella. Y primero decidió viajar e interrogar a todas las mujeres de las ciudades por donde pasara. Luego abandonó aquella primera idea para hacer construir, sin reparar en gastos, un hamman espléndido que no tenía igual en todo el reino de la India. E hizo que los pregoneros públicos anunciasen por todo el Imperio que la entrada al hamman sería gratuita para todas las mujeres que quisieran ir a bañarse allí, pero a condición de que cada favorecida contase a la hija del rey, para distraerla, la desdicha mayor o la mayor tristeza que hubiera afligido su vida. En cuanto a las que no tuviesen nada que contar a este respecto, no tenían permiso para entrar en el hammam.
Así es que no tardaron en afluir al hamman de la princesa todas las afligidas del reino, todas las abandonadas de la suerte, las desgraciadas de todos los colores, las miserables de todas las especies, las viudas y las divorciadas, y cuantas, de una manera o de otra, fueron heridas por las vicisitudes del tiempo, y las traiciones de la vida. Y cada una, antes de bañarse, contaba a la hija del rey lo que había experimentado de más entristecedor en su vida. Las hubo que contaron el número de golpes con que las gratificaban sus esposos, y las hubo que vertieron lágrimas al hacer el relato de su viudez, en tanto que otras manifestaban su amargura por ver que sus esposos daban preferencia sobre ellas a cualquier rival horrible y vieja o cualquier negra de labios de camello, y hasta las hubo que tuvieron palabras conmovedoras para hacer el relato de la muerte de un hijo único o de un marido muy amado. Y de tal suerte transcurrió en el hammam un año entre historias negras y lamentaciones. Pero la princesa no dió con una mujer, entre los millares que había visto, cuya desdicha pudiese compararse con la suya en intensidad y en profundidad. Y cada vez sumíase más en la tristeza y en la desesperación.
Y he aquí que un día entró en el hamman una pobre vieja, temblorosa ya bajo el soplo de la muerte, que se apoyaba en un báculo para andar. Y se acercó a la hija del rey, y le besó la mano, y le dijo: "Por lo que a mí respecta, ¡ya setti! mis desdichas son más numerosas que mis años, y antes de acabar de contártelas se me secaría la lengua. Por eso no te diré más que la última desgracia que me ha ocurrido, y que, por cierto, es la mayor de todas, pues es la única cuyo sentido y motivo no comprendí. Y esa desgracia me aconteció ayer precisamente durante el día. ¡Y si estoy temblando tanto delante de ti, ¡ya setti! es por haber visto lo que he visto! Escucha:
"Has de saber, ¡ya setti! que por toda hacienda no poseo más que esta única camisa de cotonada azul que ves sobre mí. Y como necesitaba lavarla, a fin de que me fuese posible presentarme de una manera conveniente, en el hamman de tu generosidad, me decidí a ir a la orilla del río, a un lugar solitario donde pudiese desnudarme sin ser vista y lavar mi camisa.”
"Y la cosa se hizo sin contratiempos, y ya había lavado mi camisa y la había tendido al sol en los guijarros, cuando vi avanzar en dirección mía una mula sin mulero que iba con dos odres llenos de agua. Y creyendo que el mulero llegaría en seguida, me apresuré a ponerme mi camisa, que sólo estaba seca a medias, y dejé pasar a la mula. Pero como no veía ni mulero ni sombra de mulero, sentí gran perplejidad al pensar en aquella mula sin dueño que marchaba por la ribera meneando la cabeza, segura del camino y de la dirección que llevaba. E impulsada por la curiosidad, me erguí sobre ambos pies y la seguí de lejos. Y pronto llegó ante un montículo, no muy separado de la orilla del agua, y se detuvo, golpeando la tierra con un casco. Y por tres veces golpeó así la tierra con el casco de su pata derecha y al tercer golpe se entreabrió el montículo y la mula descendió al interior por una pendiente suave. Y a pesar de mi sorpresa extremada, no pude impedir a mi alma seguir a aquella mula. Y entré en el subterráneo detrás de ella.
"Y no tardé en llegar de tal suerte a una cocina grande que, sin duda alguna, debía ser la cocina de algún palacio de debajo de tierra. Y vi hermosas marmitas alineadas por orden en los fogones, cantando y esparciendo un tufillo de primer orden que dilató los abanicos de mi corazón y vivificó las membranas de mis narices. Y se me despertó un gran apetito, y mi alma anheló ardientemente probar aquella cocina excelente. Y no pude resistir a las solicitudes de mi alma. Y como no veía cocinero, ni pinche ni nadie a quien pedir algo por Alah, me acerqué a la marmita que exhalaba más exquisito olor, y levanté la tapa. Y me envolvió una gran nube aromática, y desde el fondo de la marmita me gritó de repente una voz: "¡Eh! ¡eh! ¡que esto es para nuestra señora! ¡No lo toques, o morirás!" Y yo, poseída de espanto, dejé caer la tapa sobre la marmita y salí de la cocina a escape. Y llegué a una segunda sala un poco más pequeña, en la que estaban alineados en bandejas pasteles de buena calidad, y tortas que olían bien, y una porción de cosas de primer orden buenas de comer. Y sin poder resistir a las solicitaciones de mi alma, tendí la mano hacia una de las bandejas y cogí una torta húmeda y tibia todavía. Y he aquí que recibí en la mano un cachete que me hizo soltar la torta; y de en medio de la bandeja salió una voz que me gritó: "¡Eh! ¡eh¡ ¡que esto es para nuestra señora! , ¡No lo toques, o morirás!" Y mi susto llegó a sus límites extremos, y corrí en línea recta, temblándome mis viejas piernas que me fallaban. Y después de cruzar galerías y galerías, me vi de pronto en una gran sala abovedada, de una belleza y una riqueza que nada tenían que envidiar a los palacios de los reyes, sino al contrario. Y en medio de aquella sala había un gran estanque de agua viva. Y alrededor de aquel estanque había cuarenta tronos, uno de los cuales era más alto y más espléndido que los demás.”
"Y no vi a nadie en aquella sala, que sólo estaba habitada por la frescura y la armonía. Y llevaba allí un rato admirando toda aquella hermosura, cuando, en medio del silencio, hirió mis oídos un ruido semejante al que hacen esas pezuñas de un rebaño de cabras al andar por las piedras. Y sin saber de qué podía tratarse, me apresuré a esconderme debajo de un diván que estaba apoyado en la pared, de modo que pudiese mirar sin ser vista. Y el ruido de las pezuñas golpeando el suelo se acercó a la sala, y en seguida vi entrar cuarenta machos cabríos de barbas largas. Y el último iba montado en el penúltimo. Y todos fueron a colocarse en buen orden, cada cual ante un trono, alrededor del estanque. Y el que cabalgaba en su compañero se apeó del lomo de su cabalgadura y fué a colocarse ante el trono principal. Luego todos los demás machos cabríos se inclinaron ante él, dando con la cabeza en el suelo, y así permanecieron un momento sin moverse. Después se levantaron todos a una, y al mismo tiempo que su jefe, dieron tres sacudidas. Y en el mismo instante cayeron sus pieles de machos cabríos. Y vi a cuarenta jóvenes como lunas, el más hermoso de los cuales era el jefe. Y descendieron al estanque, con su jefe a la cabeza, y se bañaron en el agua. Y salieron de ella con unos cuerpos como el jazmín, que bendecían a su Creador. Y fueron a sentarse en sus tronos, completamente desnudos en su hermosura.”
"Y mientras contemplaba al joven sentado en el trono grande y me maravillaba a su vista en mi corazón, vi de pronto gotear de sus ojos gruesas lágrimas. Y también caían lágrimas, aunque menos numerosas, de los ojos de los demás jóvenes. Y todos empezaron a suspirar, diciendo: "¡Oh señora nuestra! ¡oh señora nuestra!" Y su joven jefe suspiraba: "¡Oh soberana de la gracia y de la belleza!" Luego oí gemidos que salían de la tierra, bajaban de la bóveda; partían de los muros, de las puertas y de todos los muebles, repitiendo con acento de pena y de dolor estas mismas palabras: "¡Oh señora nuestra! ¡oh soberana de la gracia y de la belleza!"
"Y cuando hubieron llorado y suspirado y gemido durante una hora, el joven se levantó y dijo: "¿Cuándo vas a venir? ¡Yo no puedo salir! ¡Oh soberana mía! ¿cuándo vas a venir, ya que yo no puedo salir?" Y bajó de su trono, y volvió a entrar en su piel de macho cabrío. Y todos bajaron de sus tronos igualmente, y volvieron a entrar en sus pieles de machos cabríos. Y se fueron como habían venido.”
"Y cuando dejé de oír en el suelo el ruido de sus pezuñas, me levanté de mi escondite, y también me marché como había venido. Y no pude respirar a mis anchas hasta que me vi fuera del subterráneo.”
"Y tal es mi historia, ¡oh princesa! Y constituye la mayor desdicha de mi vida. Porque no solamente me fué imposible satisfacer mi deseo en las marmitas y las bandejas, sino que no comprendí nada de cuanto de prodigioso vi en aquel subterráneo. ¡Y eso es precisamente la mayor desdicha de mi vida!"
Cuando la vieja hubo terminado de tal suerte su relato, la hija del rey, que la había escuchado con el corazón palpitante, no dudó ya de que fuese su bienamado el macho cabrío que cabalgaba, y creyó morirse de emoción. Y cuando por fin pudo hablar, dijo a la vieja: "¡Oh madre mía! Alah el Misericordioso te ha conducido aquí sólo para que tu vejez sea feliz por mediación mía. Porque en adelante serás para mí una madre, y cuanto posee mi mano estará en tu mano. Pero si en algo estimas los beneficios de Alah sobre tu cabeza, por favor levántate ahora mismo y condúceme al paraje donde has visto entrar a la mula con los dos odres. ¡Y no te pido que vengas conmigo, sino que me indiques el paraje solamente!" Y la vieja contestó con el oído y la obediencia. Y cuando se alzó la luna sobre la terraza del hammam, salieron ambas y fueron a la orilla del río.
Y en seguida vieron a la mula, que iba en dirección suya, cargada con sus dos odres llenos de agua. Y la siguieron de lejos, y la vieron llamar con el casco al pie del montículo, y adentrarse en el subterráneo abierto delante de ella. Y la hija del rey dijo a la vieja: "Espérame aquí". Pero la vieja no quiso dejarla entrar sola, y la siguió, no obstante su emoción.
Y entraron en el subterráneo y llegaron a la cocina. Y de todas las hermosas marmitas rojas alineadas por orden en los hornillos, y que cantaban con armonía, se exhalaban tufillos de primer orden que dilataban los abanicos del corazón, vivificaban las membranas de las narices y disipaban las preocupaciones de las almas en pena. Y a su paso se alzaban por sí mismas las tapas de las marmitas, y salían de ellas voces alegres que decían: "¡Bien venida sea nuestra señora! ¡bien venida!" Y en la segunda sala estaban alineadas las bandejas que contenían pasteles excelentes, y tortas ahuecadas, y otras cosas buenas y tiernas que halagaban la vista del espectador. Y de todas las bandejas, y del fondo de las artesas que contenían el pan reciente, exclamaban voces dichosas a su paso: "¡Bien venida! ¡bien venida!" Y el aire mismo parecía agitado en torno de ellas por estremecimientos de dicha y resonaba con exclamaciones de júbilo.
Y la vieja, que veía y oía todo aquello, dijo a la hija del rey, mostrándole la entrada de las galerías que conducían a la sala abovedada: "¡Oh mi señora! por ahí es por donde tienes que entrar. En cuanto a mí, aquí te espero, pues el sitio de las servidoras es la cocina, y no las salas del trono".
Y la princesa, cruzando las galerías, penetró sola en la sala grande que le había descrito la vieja, mientras a su paso las alegres voces hacían oír conciertos de bienvenida...
En este momento de su narración, Schehrazada vió aparecer la mañana, y se calló discretamente.
Y CUANDO LLEGÓ LA 886ª NOCHE
Ella dijo:
... Y la princesa, cruzando las galerías, penetró en la sala grande que le había descripto la vieja, mientras a su paso las alegres voces hacían oír conciertos de bienvenida. Y lejos de esconderse debajo del diván, como lo había hecho la vieja, fué a sentarse en el trono grande que se elevaba en el sitio de honor, al borde del estanque. Y por toda precaución se echó sobre el rostro su velillo.
Apenas habíase instalado de tal modo, como una reina en su trono, se oyó un ruido muy tenue, no de pezuñas golpeando el suelo, sino de pasos ligeros que anunciaban a quien los daba. Y entró el joven, como un diamante.
Y ocurrió lo que ocurrió.
Y en el corazón de ambos enamorados sucedió la alegría a los tormentos. Y se unieron como el amante se une a su amante, en tanto que desde la bóveda y desde los muros y desde todos los rincones del aposento se dejaba oír la armonía de los cánticos y se elevaban las voces de los servidores en honor de la hija del sultán.
Y después de algún tiempo pasado allí por los amantes entre delicias y placeres encantadores, regresaron al palacio del sultán, donde fué acogida su llegada con entusiasmo, igual por parientes que por grandes y chicos, en medio de regocijos y de cánticos, mientras todos los habitantes empavesaban la ciudad.
Y desde entonces vivieron contentos y prosperando. ¡Pero Alah es el más grande!
Y sin sentirse fatigada aquella noche, Schehrazada dijo todavía:
Nada es lo que parece . A veces hay que guiarse por nuestro instinto , los sentimientos lo llevan de la mano hacia el camino del amor y la verdad .
ResponderEliminarPreciosa publicación , derrochando la mágia del amor .
Isthar me ha encantado .
Muchos besos y abrazos mi amiga .
Querida Loli, éstos cuentos de las mil y una noches, han estado presentes en mi vida desde que tengo 10 años y los leía para niños.Hoy aún me siguen encantando, ese mundo mágico, lleno de fantasía.
ResponderEliminarLoli, qué maravilla que tengas hijos adolescentes, pues pareces una nena.
Un gran abrazo
Besos ISTHAR